¿Cómo proteger el don de la creatividad en un mundo dominado por el espíritu mercantil en el que todo está en venta? En una sociedad que concibe la «utilidad» de manera pragmática, asociándola al consumismo y a los réditos materiales del aquí y ahora, ¿cómo persuadirnos de que el verdadero interés de la literatura, del arte o de la música está en las antípodas de «lo útil»? A diferencia del dinero, la imaginación se multiplica cuanto más se derrocha, cuanto más se comparte. Precisamente en una época en la que parafraseando a Oscar Wilde se conoce el precio de todo y el valor de nada, salvaguardar la pureza del gesto creador de todos los condicionamientos espurios ajenos al arte es salvaguardar nuestra dignidad como especie, salvar nuestra alma entendida como vínculo colectivo, no como ego de la destructiva voracidad capitalista. Y eso, sin duda, es algo que no tiene precio.
Desde que se publicó hace cuarenta años, El don se ha convertido en un clásico inapelable que ha influido hondamente en figuras de la talla de David Foster Wallace, Bill Viola o Margaret Atwood. Valiéndose de la antropología, la sociología, los cuentos de hadas y la poesía de Walt Whitman y Ezra Pound, Lewis Hyde construye una obra capital, sutil, transformadora, y una emotiva y perdurable reivindicación de los poderes del arte.