En El jardín de Nora (1998), novela corta de Blanca Wiethüchter, la señora y el señor de la casa asisten al desmoronamiento y desaparición de su jardín en Achumani, según la mujer, como una venganza de la tierra paceña por forzarla a producir un jardín como si estuviera en Viena. Un día, Nora es llamada por el jardinero que le anuncia la aparición de un hueco en el jardín que es cuidado como una joya, un jardín que es el reflejo de una voluntad de la mujer por mantener la vida soñada, las ideas que la rigen, la belleza que busca, las raíces que la gobiernan. El dolor es arrasador.
La poeta infinita, la Blanca, se adentra en una novela y lo rompe todo. Dentro de esta narración se rompe un cierto orden en la vida cotidiana, la naturaleza aparece ya no cumpliendo la misión de servir como mero escenario o paisaje del texto, o como oasis con el que el hombre tiene que hacer las paces, sino como expresión de la ruptura de un orden y el posible establecimiento de uno diferente. Este orden fracturado vendría a ser el que está dado por lo civilizatorio, por el hombre y las leyes.