Aunque El lugar de las cosas desaparecidas, de Magda Orozco, es un libro ciertamente desgarrador, pues nos coloca desnudos a mitad de un enorme cementerio en llamas, no es ese su mayor acierto sino el frescor de sus imágenes y, permítaseme este oxímoron, la complejidad de su sencillez, sobre todo si tomamos en cuenta que jamás ha sido fácil caminar sobre tantos muertos como se nos apilan hoy en día en nuestro país. Ante el dolor, sin embargo, Magda Orozco ofrece palomas ofrendadas a la frente de Dios, blanquísimas espumas, dulces lluvias, esperanza, todo lo anterior nacido de esa necesidad de enumerar las cosas sencillas, sutiles y poderosas. El lugar de las cosas desaparecidas es, pues, a un tiempo,un homenaje a la vida y a la muerte, un deseo de llegar a las estrellas que se están incendiando en el infinito y un convencimiento de vivir cautiva en todas las cosas que han desaparecido. La de Magda Orozco es ya una de las voces más genuinas de la poesía mexicana reciente.
Rogelio Guedea