«Uno no es nada. Uno es un canal por donde pasa lo que es verdad. Todo lo que va a ser ya fue». Hay palabras que tienen un peso específico, un orden prescrito del que depende su magia. La escritura de Lina María Parra Ochoa, bien forjada por la oralidad antioqueña y la elegancia anglosajona, nos recuerda que cada oración es un amuleto y que las palabras puestas juntas son el más prominente de los hechizos.
Es cierto que el duelo pone al mundo en movimiento, y esta no es la excepción. En La mano que cura, Lina se dispone a ordenar la biblioteca que dejó Iván, su padre, pero una presencia oscura, de moscas y polvo denso, la acecha. Para darle sentido, recurre a su madre, Soledad, que guarda secretos en las matas y los cajones del ropero. Quizá por el abatimiento y el pasado tenaz, la mamá decide remitirla con Ana Gregoria, antigua maestra de conjuros, para que la acompañe en su iniciación le abrieron los ojos, los poderes.
En la relación de estas tres brujas, se revela un linaje peculiar de enseñanzas e historias que involucran amarres, semillas, animales y enunciados, pero también el afán de la aventura, las posibilidades de la introspección ante la muerte y la complicidad en torno a los saberes compartidos. Y Lina María, en esta, su primera novela, deja claro que el silencio no existe, pero podemos invocarlo. Que cada ritual es oportunidad de una nueva historia y las ánimas interpelan. Que la intuición es alhaja de brillo ilimitado y que soltar también es constancia de afecto. Por eso la mano que mata, por eso la mano que cura.