La desigualdad y la exclusión social no son fenómenos recientes. A lo largo de la historia, colectivos completos de personas han sido prejuzgadas y afrentadas no tanto por lo que hacían, sino por lo que eran. Bajo la pandemia, las formas y los mecanismos de esta exclusión han continuado vigentes, manifestándose prácticamente idénticos a los existentes con anterioridad al COVID19. En este sentido, las medidas tomadas por distintos Gobiernos de todo el mundo -Estados de Alarma (EA), suspensión temporal de derechos y libertades, promoción de la inmunidad de grupo, etc.-, no han mostrado ninguna novedad, más allá de evidenciar, por enésima vez, la preeminencia de jerarquías de poder, así como la falta de igualdad de derechos y oportunidades; aspectos tan loados por las sociedades de las democracias autodenominadas liberales. Una pandemia de la desigualdad no haría, en este caso, referencia única a la inequidad desde la que diferentes individuos y colectivos han enfrentado las consecuencias del COVID19, sino al hecho de suponer una auténtica plaga, esto es, un fenómeno estructural extendido a muchos países.