Los sentimientos morales resultan ser una energía esencial de las políticas contemporáneas: ellos nutren los discursos y legitiman las prácticas, especialmente cuando estas se dirigen a los desposeídos y a los dominados -que pertenecen a un mundo cercano (los pobres, los extranjeros enfermos, las personas sin vivienda) o lejano (las víctimas del hambre, de las epidemias, de las guerras). Por sentimientos morales entendemos las emociones que nos conducen sobre el malestar de los otros y nos hacer desear corregirlo. Ellos asocian afectos y valores -la sensibilidad y el altruismo-, algunos hacen derivar los segundos de los primeros, es decir la moral de los sentimientos: por lo tanto según esta tradición filosófica, la experiencia del sufrimiento precede al sentido del bien. La compasión cumple con la forma más acabada de esta combinación paradojal entre el corazón y la razón: es la simpatía que se siente frente al infortunio del prójimo la que produce la indignación moral susceptible de generar una acción que busque hacerlo cesar. De esa forma, frente al hombre dejado por muerto por los tunantes en el borde de un camino, el Buen Samaritano del Evangelio se conmueve: le llena la panza, encuentra un hospedaje y paga para que reciba cuidados. Esta parábola inaugura de manera paradigmática una política de la compasión que riega la moral occidental mucho más allá de la doctrina cristiana, la que por otra parte no ostenta el monopolio de la solicitud frente a la desgracia de los otros. En ese contexto, propongo llamar "gobierno humanitario" al despliegue de los sentimientos morales en las políticas contemporáneas. Gobierno debe entenderse aquí en sentido amplio,como el conjunto de dispositivos establecidos y de las acciones realizadas para administrar, regular, favorecer la existencia de los seres humanos; el gobierno incluye, pero sobrepasa la intervención del Estado, de las colectividades territoriales, de los organismos internacionales y generalmente, de las instituciones políticas.