Durante largos períodos de su historia el continente americano ha sido el espacio donde han proliferado las comunidades bajo asedio. Carentes de capacidad para liberarse del asediante, estos grupos humanos fueron despojados en primer lugar de su capacidad de autodeterminación política, luego de su religión y posteriormente de todos aquellos atributos culturales por los que el asediante haya guardado algún interés. De este modo sólo permanecieron en manos del asediado aquellas prácticas culturalmente determinadas que no eran del interés de aquel. Y entre ellas estuvieron las relacionadas con la sanación. Efectivamente, la salud del asediado no suele ser del interés del asediante salvo cuando y sólo en la medida en que la supervivencia o la reproducción del mismo resultan necesarias para la producción de aquellos bienes que el asediante se dispone a obtener. Pero la salud entendida como el resultado de la sanación representó para el asediado otra cosa muy diferente, como ser la posibilidad de reconstituirse como sujeto de la acción y subsistir no sólo individual sino también colectivamente. Y si esas comunidades bajo asedio se propusieron resistir al asediante hasta que alguna circunstancia les permitiera deshacerse de él, las prácticas sanitarias pudieron llegar a ser del mayor interés. En circunstancias donde todo ha sucumbido, donde la impotencia se impone al postrado y donde todo lo entrañable parece próximo a su desaparición, existe siempre la posibilidad de tender la mano al que peor está, proveerle alimento o abrigo y si ya nada queda, reconfortar su alma y aplacar su angustia imaginando en el más allá un mundo mejor. Proceder de este modo significa ejercer un poder, el de la sanación y la capacidad alcanzada en su ejercicio pone de manifiesto la posibilidad de que ese poder pueda ser extendido a otros campos diferentes al de la salud.