El presente libro hace que los anteriores poemarios de Luna parezcan un entrenamiento para la maratón. De acuerdo, sonará convencional, pero es lo que tenía que suceder. Y lo que quiero con esto decir es que La tumba del marinero encierra unas pasiones desproporcionalmente crueles, y a fin de cuentas, ¿no es el sentimiento poderoso e implacable lo que prevalece sobre los demás rasgos de la literatura?
Imagino así que la acción de esta novela política transcurre en un brumoso barrio marino. Entre su destartalado pabellón hospitalario, el psiquiátrico para corsarios que han perdido el norte por los cantos de la sirena, el vertedero sobre el que gaviotas y ratas voladoras planean en círculos, los pecios naufragados, los vapores del pescado podrido, las tabernas en donde se trapichea con el polvo blanco, los irritantes graznidos de las aves, un montón de adorables rufianes y algunos pocos observadores honestos. Y en su centro, ordenando todo lo demás, una lápida cuyo epitafio reza: «no hay cadáver».
Ciertamente, las aflicciones que azotan La tumba del marinero son más grandes que la vida (el cáncer, cómo no, pero también el lujo del agua caliente y la precariedad material, acompañada siempre de la degradación ética; la destrucción y el amor...). Aunque, pensándolo dos veces, es de justicia aceptar que la Gorgona que declama en ese dantesco barrio marino, apesadumbrada por la decrepitud de todo lo que le rodea, y de ella misma, aún conserva una buena parte de su inocencia, pues todavía puede distinguir entre el bien y el mal. La moral sigue presente en su espíritu, ¡e incluso llega a sorprenderse de la corrosión adulta! Y acepta que aún hay esperanza... ¿Nada más lejos de la realidad?