Una mujer aguarda en el interior de un coche a que su exmarido recoja a la hija de ambos, que llora en el asiento de atrás. Mientras cae la lluvia y las figuras se desdibujan iluminadas por los intermitentes, ella está pendiente de su móvil y de una cita con un desconocido. Como un animal desorientado y furioso, se deja llevar por su deseo crudo, sin tapujos, en el que la maternidad, la familia, el trabajo ocupan un lugar secundario. Quiere huir de los espejismos de una falsa felicidad, pero se sitúa ante el abismo de una relación enfermiza, desquiciada, con un directivo de la empresa de su exmarido, un «hombre tumor». Nada que decir confirma a Silvia Hidalgo como nuestra Marguerite Duras: escenas turbadoras, emociones inconfesables y una escritura tersa y brillante, que deja zarpazos.