«No se elige cuándo escapar, solo se escapa y listo.»
La alojan en el altillo, una habitación diminuta por donde todos deben pasar para colgar la ropa. Por la puerta que da a la azotea se cuelan hojas, polvillo, humedad. Los gatos entran y salen, Yeison rebota. Suenan las canciones de Pedro, la flauta de Sara, los ladridos de Estefanía, los ronquidos de Horacio. Hay olor a jazmín, a desodorante de ambiente de Concepción; hay olor a las fiestas de Isabel; hay olor a Gastón. Ella ve y escucha todo, luego lo anota en su libreta. Se imagina en otro lado, pero sigue ahí, confundida con el color de las paredes.
La casa se llena de gente, de inquilinos, de invitados. La casa se llena con cosas que a otros les sobra, sin embargo, nada es de nadie. Un saco negro en el cuerpo de muchos, pescados desbordando la heladera, migas que se entremezclan con las gotas de sudor, los pelos de la ducha que son como cabezas atoradas en los caños.
La casa respira. A veces es un laberinto, a veces, la fuga y, a veces, el tedio de la quietud. La casa es el mapa y, también, la trampa. La casa es el calor de todos los tiempos, es la lluvia inundándolo todo, es verano y es invierno, todo junto, atravesando la puerta del altillo. La casa es una ciudad entera.
Felipe Palomeque