En febrero de 1869, Carlota, la joven emperatriz de México es llevada a Laeken por decisión de su hermano Leopoldo II. En la aventura americana perdió todo: su esposo, sus sueños. Incluso su razón se tambalea. No le resta más que la escritura: toda una correspondencia que relata el descenso hacia la noche. De febrero a junio escribió cientos de cartas para escapar de la pesadilla mexicana, del infierno de su vida. En vano. En vano escribió a Charles Loysel, a Napoleón III y a su hermano. ¿Quién leerá estas cartas jamás enviadas? ¿Quién escuchará estas palabras mudas, esta loca desesperación? Laurence van Ypersele escuchó a Carlota. La escuchó hasta el límite de lo que sus cartas le tenían que decir. Si bien al inicio se escuchan los delirios megalómanos, las fantasías sadomasoquistas, las crisis de melancolía, en seguida se adivinan las lágrimas de una niña que no se siente con derecho a existir. El lamento de un ser que desea vivir. Una súplica desesperada e indescriptible. Más allá de esta locura, en el corazón del deterioro psicológico, se esconde una enorme tragedia humana.