Hubo una vez una ciudad ingeniosa y a la vez ingenua. Una ciudad donde los poetas trabajaban en las flamantes agencias de publicidad y donde se hacía teatro y cine experimental y los pintores ya no querían pintar murales y las mujeres ya no querían ser obedientes, sino, entre otras cosas, disfrutar de la libertad del mambo y la danza moderna y oír jazz por las noches. Era una ciudad a la que también le gustaba ir a los cabarets del Centro y que se inventó una Zona Rosa para poner los nuevo cafés. Son los años sesenta en la Ciudad de México, la época de la Ruptura, de las reseñas de cine y dela Casa del Lago, y los ímpetus creativos son tales que incluso un pariente del Señor Presidente aspira a crear una obra maestra del séptimo Arte, aunque no sin la ayuda de El Yaqui, venerado director de perlas de cine nacionalista nacional. En su entusiasmo por desplegar su moderna sensibilidad y tal vez deslumbrar a Cannes, el pariente no para miente de los métodos, por lo que -remontado en el Ajusco- reúne, amenaza y hasta secuestra a sus colaboradores. Con toda razón, considera que ser quien es no debe obstar para dejar huella en el palmarés del cine universal. Ni que decir tiene que el lector se ve obligado a tomar aire con cierta frecuencia, entre una y otra tanda de carcajadas, y que la esposa buena y fiel es debidamente recompensada por sus nuevas y muy modernas amistades, mientras que el esposo secuestrado y la estrellita que lo vuelve loco reciben su justo castigo, o algo así. Ana García Bergua ha escrito una novela que es una dicha leer por su gran humor y su sutileza para recordar una época en que los refugiados españoles todavía creían que iba a caer Franco y la gente también iba a alfabetizar guajiros en cuba y aprendía a hacer yoga y a andar en minifalda. El lector la disfrutará de principio a fin.