Desde hace varias décadas no dejan de acumularse las evidencias de que algo funciona mal, muy mal, en las actuales economías capitalistas. Los problemas de acumulación heredados de los años setenta no parecen haber encontrado solución alguna en las décadas siguientes. Ni la respuesta tecnológica (robotización, nuevas líneas productivas), ni la organizativa (subcontratación, terciarización), ni tampoco la espacial (los ciclos productivos de China y el sur de Asia) han logrado elevar las tasas de rentabilidad de una forma sostenida y duradera.
No obstante, la crisis del capitalismo histórico dista de reducirse a su base material, incluida la dimensión ecológica. La profundidad de la actual crisis, la situación «terminal» del capitalismo, viene redoblada por los componentes culturales y sociales de la misma. En primera instancia, la incapacidad de estas mismas sociedades para autoanalizarse y comprender la naturaleza de su decadencia. Pero también, los automatismos de una reacción política insuficiente, y a la postre inútil, fundada en la insistencia en el reformismo que, dentro de los marcos de un Estado y un capitalismo en crisis, ya no resulta viable.
En «Capitalismo terminal» encontramos uno de los argumentos más contundentes, también más inquietantes, de la crisis civilizatoria en la que estamos ya completamente inmersos.