En los sesentas, las muchachas desechaban el brassière y se soltaban el alma en la palabra. Arabella Salaverry pertenece a esa generación nacida, por así decirlo, el día después del final de la Segunda Guerra Mundial. Esas «chicas malas» de los sesentas, a las cuales la autora otorga especial protagonismo, eran tales en tanto asumían la juventud desde su autonomía, desde el poder de su propia voluntad verbalizada y actuante, lo cual hace seis décadas era inexcusablemente subversivo.
Esa actitud fue la que, como reseña la autora en el poema insignia que da nombre al libro, «asustaba a los vecinos y escandalizaba a las señoras de misal y rosario».
Aquellas muchachas aún adolescentes, enamoradas del existencialismo, que se vestían de negro y se declaraban dueñas de sí mismas, repudiaban una moral patriarcal que las sometía y comenzaban a construir la ética de la equidad en la diferencia, que parece obvia a tantas jóvenes de hoy. Su rebeldía pionera, su ruptura de mitos y tabúes, floreció para las que vendrían.
Salaverry hace desfilar los vocablos tras los cuales se estereotipa al género: «putas, madres, amantes, hembras activadas por la luna, lloronas de lágrimas de cocodrila» y lucha por encontrar frente al decir de los otros su propia voz y su unívoca identidad de mujer poeta. La encuentra para defender a la mujer, detrás de esas etiquetas peyorativas y violentadoras en un gesto que llega hasta el martirio, declara «muero para gastar sus muertes / muero para que nunca mueran».
Toma el fuego que quiere prestarle a otras mujeres, un arma que no es otra que su voz, su propia voz, y sus poemas. Chicas Malas nos habla del dolor de asumir ese reto y se convierte en inexorable y prematuro testamento, de una poeta en la plenitud de su oficio, para sus congéneres de hoy y de mañana.