Las hijas crecemos bajo los relatos de nuestras madres, y son muchas las veces en que, por el tenor de su peso, quedamos bajas de estatura. Ceñidas a su tiempo y su territorio. Vaya a saberse, entonces, de dónde viene el gesto extraño y maravilloso de esta escritura, donde una hija cuenta a su madre las historias que ella alguna vez le contó. Relatos que arman el mapa de un pequeño pueblo donde estaban todos y estaba todo. Aunque todo parece muy poco, dice. Un patio, el desarmadero, las carneadas, los autos con gallinas dentro y las mandarinas ácidas que igual nunca dejan de comer. Un padre albañil que se encarga de construir tumbas y casas y les fabrica el mismo revestimiento. Una abuela que muere mientras duerme la siesta y nunca se sabe si su nieta, que es la madre de la que nos cuenta estas historias, es la última en verla viva o la primera en acariciar su muerte. Las hermanas acomodadas en la cama como un par de zapatos. Así, esta novela se arma sobre el esfuerzo de repasar esas imágenes precisas donde parece fundarse el origen de algo mayor, que vuelve de vez en cuando y apenas puede ser nombrado. Magún, le dice a ese sentimiento. Marie Gouiric