Bartley Alexander anda ya por la mediana edad y es un ingeniero de éxito, un hombre hecho a sí mismo, admirado por los puentes que construye. Casado con una mujer culta y rica, vive en una bonita casa en Boston y parece también tener una feliz vida conyugal. Pero en un viaje a Londres vuelve a encontrarse con un antiguo amor, Hilda Burgoyne, a la que conoció en París cuando era estudiante entonces «fue la juventud, la pobreza y la cercanía, todo era joven y amable»- y que ahora es una actriz famosa. El reencuentro reaviva «la energía de la juventud que debe reparar en sí misma y pronunciar su nombre antes de desaparecer». A los dos las cosas les han ido bien; sin embargo, quizá no hayan agotado sus posibilidades.
El puente de Alexander (1912) recrea la intensa sensación, cuando a uno le amenaza ya «la desganada fatiga», de verse acompañado por «su propio ser juvenil», que posiblemente acabe siendo «el más peligroso de los acompañantes». Willa Cather no guardaba como se ve en dos textos que figuran como apéndice a este volumen- muy buen recuerdo de esta su primera novela: le parecía demasiado deudora de los autores que admiraba, Edith Wharton y Henry James. Pero lo cierto es que hay en ella, en su estudio de una doble vida, toda la excitación y la fatalidad y todo el talento para la introspección que caracterizarán su obra posterior.