La vida en la ciudad de Kinsfield, New Hampshire, es como la de cualquier otro suburbio: monótona, conservadora, casi asfixiante. Sobre todo para un grupo de jóvenes sin perspectivas de futuro, cuya única vía de escape es el consumo compulsivo de drogas y de contenidos online. Sin embargo, hay algo que distingue a este pequeño pueblo de otros: el número inusual de suicidios adolescentes sobre los que se acumulan episodios cada vez más violentos y sobrenaturales. Imaginen un film de Harmony Korine o una serie como Euphoria, pero con altas dosis de horror cósmico y psicodelia. Espacio negativo es una novela que documenta el clima emocional de nuestra época, porque su realismo suburbano logra retratar ese preciso instante en el que la precaria estructura de la realidad se desmorona, mientras nos esforzamos por pretender que nada está sucediendo.
Mediante un relato fractal en el que se alterna el punto de vista de tres de sus personajes, B.R. Yeager produce un artefacto narrativo hipnótico, poco fiable, cuyo efecto de lectura nos recuerda al scrolleo morboso en los foros de internet. Jill, Ahmir y Lu, además de ir a la misma escuela, frecuentar las mismas fiestas y estar absolutamente desconectados de su entorno, comparten la atracción por la figura de Tyler, un compañero sombrío y manipulador con un carisma que roza lo chamánico. Seguir su voluntad implicará dejarse arrastrar a un universo inestable en el que los rituales de automutilación se articulan con tratados metafísicos esotéricos y grandes ingestas de una misteriosa planta alucinógena capaz de abrir portales hacia otros planos de existencia. En Espacio negativo no hay monstruos ni asesinos seriales: el terror proviene de la desolación cotidiana y de la ansiedad existencial de una generación que busca darle sentido a un mundo que se tambalea frente al colapso total.