Quería empezar contando la historia de Andros desde aquí porque ha sido uno de esos veranos perfectos para forjar recuerdos, como los que uno tiene de la infancia. Porque los días han transcurrido lentos y durante casi un mes el tiempo (y esto es raro en el norte) ha sido delicadamente cálido, azul y brillante. Porque hemos paseado y hecho deporte, comido helados y visitado iglesias y ruinas. Hemos tomado café y cervezas en terrazas y vino con gaseosa con el menú. Hemos ido a la playa mil veces y nos hemos bañado, dado largos y lentos paseos por la arena, echado la siesta y caminado entre los caseríos de Urdaibai, bordeado las marismas, subido a los montes. También alguna vez hemos corrido bajo la lluvia, pero ha sido escasa y casi deseada, un regalo del cielo en los días cargados de calor y humedad. He querido empezar así porque tengo la secreta esperanza de que, cuando se forjan nuevos recuerdos, los más antiguos se borran o pesan menos. Y me gustaría que en el caso de Andros ese peso del recuerdo (la llegada a España desde Transilvania, el viaje a Lisboa, la huida, la expulsión, los desencantos) se fuera atenuando con los miles de cosas que hemos hecho este verano. Y que, mientras me cuenta sus historias de otros veranos no tan bellos para que yo las escriba aquí, le dejen de pesar. Como nadie le ha conocido como yo, creo que le gustará que empiece por aquí, que ya habrá tiempo de volver atrás.