Ludwig Wittgenstein es uno de esos filósofos que escriben con sangre. Es su sangre la que desborda todas las lacónicas sentencias del Tractatus y cada uno de los breves párrafos de las Investigaciones Filosóficas. La sangre de Wittgenstein alcanza una y otra vez al lector desprevenido, que casi inevitablemente intentará preservarse aplicándole a su letra rígidos esquemas de interpretación y escolásticas claves de lectura. Pero es inútil. Los conceptos no pueden contener por mucho tiempo la intensidad de una vida y un pensamiento instalados siempre en el límite, no para suprimirlo o modificarlo, ni siquiera para explicarlo o justificarlo, sino para sostenerlo en su irredimible presencia.
La tares de presentar el pensamiento de Wittgenstein sin caer en injustas simplificaciones no es sencilla. Una alternativa fértil es dejarse guiar por el propio Wittgenstein, utilizando aquellos recursos que él nos sugiere: el uso de paradojas y el reconocimiento de aporías. Paradojas y aporías que no sólo ofician como un no convencional hilo de Ariadna en sus bifurcaciones infinitas, sino que nos permiten iluminar desde otras perspectivas tópicas tradicionales de la filosofía: la relación de representación, las características de la racionalidad científica, los fundamentos de la necesidad lógica y matemática, el vínculo entre ciencia y ética, entre muchos otros.