María Negroni escribe como nadie y lee lo que nadie. Es la descendiente única de un linaje rarísimo que ella misma venía revelándonos en Museo negro y en Galería fantástica, libros que encuentran en este Pequeño mundo ilustrado el cierre de una trilogía provisoria pero infinita: puesta en abismo. Yo persigo una forma que ya, casi, encuentra mi estilo, podría haber anotado la autora al final de esta obra que, inclasificable, desbarata el arte de la clasificación como una niña sus muñecas. El Borges que veneraba los catálogos (pero no el Borges decoroso y sobrio) hubiese envidiado secretamente este libro. Michel Foucault o Roland Barthes, en cambio, lo hubiesen leído entregados, en el trance de un goce extremo, capturados en las epifanías incontables de sus páginas. Sade, Carroll, Pizarnik o Felisberto Hernández lo hubiesen amado de manera incondicional y vitalicia. ¿Qué encontrará aquí el lector? Lo encontrará todo, pero lo hará para perderse en el hambre insuprimible de lo que resta por acopiar y se sustrae. Inventario innumerable de inventos imposibles y perturbadores, coleccionados a su vez por artistas locos que son niños solos, tan caprichosos como la serie alfabética en que María Negroni, con amor y crueldad maximalistas, finge ordenarlos para que recordemos que el yo es un fraude, la civilización una cárcel hipócrita, el tiempo una patraña. La inteligencia crítica gana aquí su modo más voraz en la prosa de la poeta; se compone entonces una teoría o, mejor, una antropología artística de la falta, capaz de tocar por un instante el sueño imposible de la filosofía: conducirnos al centro vacío del ser, aterradora dicha de no saber la nada, de saber nada.