El poema, la gran ballena blanca que flota por el cielo, olvidada de su humilde majestad, es la lengua común, la que creamos todes todo el tiempo: esa entidad mutante y colectiva que descree de dueños, autores y academias. Lo demás, lo que a veces llamamos «poesía», es feliz combinatoria o empinada torpeza. En consecuencia, el acto creativo de «escribir» no es nunca original, sino lo que habilita la ficción de un comienzo: en el principio era la edición. A contramano de su propio yo, que siempre es un nosotros, y a fin de desmontar el algoritmo de hábitos y maneras que fijan un estilo o una voz autoral; pero principalmente para volver a hundirse en el asombro y el deseo por la palabra, Julieta Marchant compuso Poemas somos que otros escribieron únicamente con versos y líneas de los muchos libros que tuvo a su cuidado en calidad de correctora o editora incansable, entregándose, sin cambiar ni agregar una sola letra, a ese juego de variaciones y permutaciones. Erudito y promiscuo, el resultado es tan ajeno como personal: un libro que sorprende, golpea y emociona.