Esta obra se trata de una energía, de una intensidad. Sí, ahora viene, esta viniendo, y es llamada como cualquier cosa que va dejando rastros: una historia, una huella, un lenguaje y se ha movilizado. La hemos sentido desde lo humano, desplazándose hacia el afuera, y nos siembra las dudas de una lectura material, de una percepción o de una idea. La filosofía y la poesía siembran dudas por cada lado. Esta relación ha hecho jalonearse a las teorías aquí y allá, pero el lenguaje permanece abierto y puede fabular una habitación compartida. Es por eso que no sólo se ha tratado del lenguaje, sino de esta vitalidad que se encuentra cada vez en el borde de lo que delira como control, como dominio, pero que, no obstante, es también ese pulso de los adoloridos, o de los testigos, o de los alegres. Es un pulso que se sigue moviendo ante los dispositivos de control del lenguaje.
Esta obra nos deja unos nombres y unas fechas, unas composiciones. Estos nombres han dicho a los poderes: ¡aún con tus graves marcas todavía pulsas, pulsamos!, puedes decir la palabra que te has negado ha decir, la palabra que no fue dicha, que murió antes de poder ser dicha. Puedes decirla aquí o callar para que tu sutil pulso lo muestre.
Los nombres han sido los de Paul Celan, de Bachman y de otros: tenemos a un Montecristo/Dumas que se ha lanzado, un impulso desde una torre en un disfraz de muerto, y en su regreso a la superficie trama su venganza, pero sucede que cada presente se tuerce hacia una redención de la venganza, hacia un campo de flores. Tenemos a su vez a Ulises con Cavafis y otros viajeros como Nietzsche, ¿qué hay en ellos? En ellos el viaje pierde su corona, las fuerzas que capitalizan el arribo y la partida son descoronadas. Así que la figura del viajero se mantiene en el aliento de lo nómada. Habrá que preguntar con seriedad a propósito de la poesía de Paul Celan: ¿es el aliento ya lo nómada que se posiciona ante la catástrofe?