Entre las mujeres se constata un clima de resentimiento relacionado con las dificultades para acceder a trabajos remunerados, para participar políticamente, para obtener salarios equivalentes a los de los hombres. Y también con la resistencia de los hombres a asumir las responsabilidades domésticas. Bajo esa hostilidad late un sufrimiento que no se explica por la pobreza relativa de las mujeres, ni por su sobreexplotación, sino por la falta de respeto que los hombres manifiestan en sus prácticas hacia los cuidados cotidianos de la vida humana. La hostilidad es recíproca. La paulatina autonomía de las mujeres provoca la perplejidad y el miedo de los hombres, la huida del compromiso afectivo o la defensa. Ese desencuentro apenas tiene soluciones basadas en la buena voluntad. Porque el ejercicio de la ciudadanía requiere estar dotado de infraestructura doméstica, de alguien que se ocupe de la casa para que sea un hogar, que esté disponible para sostener los daños emocionales y morales que genera la participación en esferas donde la competencia es feroz. El modelo de ciudadanía contiene la externalización de los costes del cuidado de la vida hacia las mujeres. Buscar soluciones personales al sexismo, por no hallarlas, conduce a la simulación por temor a ser el único o la única que fracasa en sus relaciones personales. ¿Dónde ha quedado el viejo lema feminista «lo personal es político»? ¿Dónde el compromiso personal, activo, en la búsqueda de soluciones para la vida en común?