La caída de París en manos de los nazis, en 1940, presagiaba un destino funesto para el continente europeo. Ciudadanos europeos que habían buscado refugio en Francia se vieron acorralados entre las huestes de Hitler que venían del este y el gobierno de Franco, en el oeste. La única salida: surcar las impredecibles aguas del Atlántico para buscar asilo en América. Pero la aventura marítima no implicaba el mayor de los desafíos. Miles de refugiados no lograrían escapar de la guerra al no poseer una visa de tránsito. La esperanza de los exiliados de estaba cifrada en ese pedazo de papel, casi imposible de conseguir y, en sí mismo, sólo parte de una trama burocrática mayor que implicaba filas interminables en los consulados, funcionarios inflexibles, fianzas, reservaciones, certificados, permisos y absurdos plazos de vencimiento. La posibilidad de sobrevivir estaba imbricada íntimamente con ese escollo kafkiano que sólo muy pocos lograban descifrar. La historia de Tránsito comienza con un maletín que contiene los documentos esenciales para obtener una visa de tránsito. El protagonista, un alemán que ha huido de un campo de trabajo, se encuentra por azar en posesión de esa maleta y viaja a Marsella, un puerto en la que es imposible quedarse y de la que es imposible irse sin los papeles adecuados. Signo de una Europa indolente, incapaz de sobreponerse a su declive, el narrador es arrastrado por la inercia de la búsqueda aunque su espíritu indolente no desea, en realidad, nada. Al asumir la identidad del dueño de la maleta, se encuentra en posibilidad de solicitar la visa al consulado mexicano y de vivir una historia de amor, irrealizable por ajena, con Marie, la esposa del propietario real de los documentos. Marsella se convierte en el escenario por donde desfila el espíritu herido de Europa, encanado en personajes variopintos que, en un lento deambular en cafés sórdidos y raciones de alimento cada vez más escasas, pierden poco a poco ese efímero derecho a la existencia que dan los documentos de tránsito.