Walter Benjamin escribió que lo que ha cristalizado como anécdota se ha tornado estéril para el arte: la experiencia pasada, parece sugerir, ha de ser tomada por asalto. No se trata de convocar unas figuras domesticadas, que acuden al silbo de su dueño, sino de tocar, siquiera en un punto, en un instante, aquello que ha sucedido; sólo cuando ese contacto sucede, el pasado resulta objeto fructífero de la reflexión y la emoción en el presente. Si esto es así, queda planteada una paradoja: la de una sociedad como la nuestra, que necesita instituir una memoria de los crímenes que cometió la dictadura 1976-1983, pero corre el riesgo de que esa institución esterilice, volviendo hueca y ritual, la memoria que quiere convocar. Ese es el riesgo que Gabriela Halac trató de conjurar en la formulación del proyecto que está en el origen de este libro. En 2011, durante una residencia con otros artistas en el Espacio para la Memoria La Perla, Gabriela invitó, a lo largo de varias semanas, a personas a visitar con ella las instalaciones del que fuera en los 70 un campo de tortura y exterminio; en lugar de guiar a esos "invitados" por un recorrido, se propuso dejarse guiar por ellos, registrar sus reacciones y reflexiones, el fluir de sus recuerdos en relación con lo que en su día habían sabido o ignorado de La Perla. Dar testimonio del espanto era de algún modo imposible para quienes no habían estado allí adentro, y aún reflejar el horror era demasiado para una sola persona: Gabriela eligió, entonces, conversar, dejarse llevar, acompañar el intento de descifrar una inscripción medio borrada, pensar el sentido del verdecer de un árbol en aquel paisaje desolado, recoger el desconcierto y la variedad de las miradas que se tienden desde uno u otro ángulo; también registró los silencios, una parte esencial de ese vagar por los rastros del espanto. De ese enfoque coral, de esa multiplicidad de voces que hablan y callan, en medio de los días que se suceden soleados o neblinosos, surge algo de vívido horror, a la vez que la serena convicción de que es posible un país digno. El Dante, al describir un momento de su andar por el infierno junto a Virgilio, dice que, entre el lodo y la lluvia, andaban tocando a veces la vida futura. Quien haya visto la sobria y a la vez imponente instalación que Gabriela Halac montó (en Buenos Aires, en México, en Salta) con el material surgido de aquellas visitas sabrá a qué me refiero al hablar de dignidad y de vida futura. Una larga mesa de madera, con algo de biblioteca y algo de refectorio monacal, los dossiers de las once visitas sobre la mesa, cada dossier iluminado por una luz cenital y una silla frente a él, invitando a los nuevos visitantes, los de la instalación, a leer, mirar, involucrarse con un dossier. Para leer una segunda carpeta, se trataba de cambiar de sitio, hacia una segunda, una tercera experiencia de visita, acompañando cada vez a uno de los que habían acompañado a Gabriela a La Perla. La escenografía de aquella instalación llevaba a leer, junto a otros quizás, pero sobre todo uno a uno, como si esa individuación junto a otros fuera el secreto de una entrada al pasado y una vindicación contra ese pasado: en respuesta a la muerte y la destrucción programadas de La Perla, la reivindicación del derecho a recordar y a pensar, a construirse como humano en la solidaridad, la memoria y la voluntad de impedir el retorno del crimen. En esta nueva disposición, la de un libro, Gabriela no puede diseñarnos el espacio donde hemos de leer; a cambio, con su versatilidad de artista y su reconocida profesión de editora, ha generado un orden determinado para aquellos dossiers, ha pensado su puesta en página y sus ilustraciones y redactado un texto propio, intenso y claro, agregando además las excelentes presentaciones de los artistas Ileana Diéguez y Lucas Di Pascuale. Ha diseñado, en suma, un artefacto nuevo, un nuevo hijo de aquellas visitas extrañadas y reveladoras.