Gemma Ríos escribe y describe con gatuna astucia el mundo que por poco la aprisiona y que, ahora, es capaz de observar desde esa distancia prudente que permite construir versos sin deshacerse en el intento. Narra desde los charcos de agua del barrio, pero también desde la humedad de un río que se pierde en basurales. Su voz cuenta innegablemente con la fuerza eruptiva del fuego gestado en las vísceras del mundo. Hay en su poesía un equilibrio impensable entre la mugre y la ternura.
Gemma dice con la urgencia de quien ha visto demasiado horror y, en el acto de decir, se acaricia el plexo, le reza al misterio, se empeña en descubrir los secretos de los árboles. Hace poesía más allá de la intención de plasmar con astuta musicalidad un instante que, de cualquier forma, siempre acabará pereciéndose a la hostilidad del olvido. Hace de su vida su mensaje. Es en la androginia de sus palabras donde el verso se rompe en mil pedazos y acaba demostrando lo que siempre supimos: que la poesía es travesti.
Juan Solá, en la contratapa