Al contemplar mi imagen en la superficie gris mercurio de la tostadora, me fijé en que parecía joven y vieja al mismo tiempo.
Son las dos de la madrugada de la Nochevieja de 2015 cuando Patti Smith llega al Dream Motel, junto a la playa de Santa Cruz, tras dar un concierto en la legendaria sala Fillmore de San Francisco. Acaba de cumplir setenta años. En la primera mañana del año sale a dar un paseo y toma su primera polaroid del rótulo del hotel, con el que mantiene una lúcida conversación, como una Alicia moderna en su particular País de las Maravillas. La charla le inspira unos versos y decide volver a su habitación, desde cuya terraza escucha las olas y piensa en su amigo Sandy Pearlman, el famoso productor musical, que lleva dos días en coma. Él fue quien le sugirió en su juventud que montara una banda de rock. Así comienza un viaje por la Costa Oeste, el desierto de Arizona, Manhattan o Kentucky, pero también por parajes recordados o imaginados, del mundo exterior y del interior, en el que Patti Smith nos permite deambular a su lado como sus acompañantes más íntimos.