Las crisis rompen la normalidad, abren los tarros de las esencias y también la caja de los truenos. Traen de regreso un aroma de muerte y de peligro, y activan nuestro cerebro más antiguo. Son momentos en los que volvemos a pedir ayuda y en los que organizar la ayuda mutua vuelve a ser una posibilidad. Son momentos de expresar obediencia a quien piensas que te puede salvar, y de trenzar con tus iguales solidaridades frente a la adversidad.Las crisis son el momento de la comunidad, del grupo, del colectivo, del Estado. Con sus peligros y sus oportunidades. El Estado no es algo con conciencia propia, un ente con una lógica aislada de su entorno. Es una relación social cuyo significado se obtiene en virtud de lo que la sociedad haga con él. Depende de la ciudadanía, que quizá obedezca las órdenes sin rechistar o quizá recuerde que, en democracia, se manda obedeciendo. En tiempos de crisis, pueden chocar el Estado y el gobierno, los partidos pueden colaborar con el gobierno o empezar su asalto al poder. La sociedad puede organizarse para ayudar a los más necesitados o convocar caceroladas para debilitar al gobierno. El resultado depende de la correlación de fuerzas, y los Estados, llenos de sesgos y surcos trazados por la Historia, son más amigos de inercias que de innovaciones. Pero, no lo olvidemos, quien decide es la correlación de fuerzas. En tiempos de crisis se produce un cortocircuito en el Estado y para pilotar la nave no hay otra que activar la dirección manual. Por tanto, la pregunta ahora, que vienen tantas curvas, es: ¿nos ponemos todos, cada cual donde pueda y deba, a los mandos del barco?