En el inicio de El principio luminoso, este bello libro de Natalia Romero, el mundo es un recuerdo, una visión del pasado, una despedida. Vagamente navegan en él, como breves islotes desprendidos de un continente remoto, bosques vueltos sueños, bosques reales, mares y espejos de agua. Por momentos, parece que ese mundo, entregado a su fantasma, se va a diluir, se va a destramar, y se quedará así, suelto, flameando en pequeños girones; dolorido. Poco a poco, el libro inaugura otro espacio, nuevo y blando, hecho de delicadas incrustaciones, miniaturas de un canto que filtra silencios frescos, como de agua. Así, un cosmos nacido de gestos materiales, cotidianos, se despliega para ponerse a danzar en el tiempo y devolver al cuerpo otra memoria, la memoria del presente, del instante como donación de modestas rutinas salvadoras: Despierto, preparo el mate, enciendo la radio. / Dos o tres cosas, que nunca son las mismas.
A la luz de esos gestos, la llama que alumbra la vida posible / y no la quema, los días reaparecen albergados en su continuación rumorosa, mientras la voz se rehace a fuerza de nombrar lo que deja ir y a fuerza de aceptar, también, que las palabras no pueden entrar en todas partes. Se diría que ese tono suave, cadencioso, de los versos busca imprimir en cada blanco la huella de una respiración que se serena, se aquieta y se expande al mismo tiempo, mientras siembra en el espacio del poema una música leve y una pregunta, ¿qué es el amor?. Sostenida por esa pregunta, la voz asciende con gracia concentrada, como una nadadora de aguas profundas que se impulsa hasta rozar, paradojal, la superficie intangible del principio luminoso ¿lo llamaremos sentido?, piedra preciosa y ancla inmaterial que guarda como lo quiere este libro la información secreta de las estrellas.