Solemos pensar y escribir la historia a partir de los grandes acontecimientos: los cambios del ciclo económico, los movimientos sociales, las revoluciones
Pero ¿la vida cotidiana, la vida a veces rutinaria de todos los días, no es o no se vuelve también historia?
Un campesino o un ciudadano (en el sentido de habitante de una ciudad) que, en apego a una herencia familiar o por simple gusto personal, fabrica una jarana, la toca en un fandango, arma un grupo con sus vecinos, recrea o compone un son
¿no hace historia?
Cuando escribimos sobre el pasado a partir de los grandes hechos, en la mayoría de los casos la información está ahí, a la mano, recordándonos la necesidad de como sociedad tenemos de volverlo historia y de aprender de él. Cuando soslayamos la vida cotidiana como historia corremos el riesgo de perder como sociedad hechos que, más allá de su propio valor intrínseco, llevan en sí mismos la posibilidad de volverse históricos.
Algo de esto ha sucedido con el son jarocho y el fandango. Durante muchos años fue objeto de abandono, de menosprecio, incluso de desvalorización como expresión cultural con profundas raíces sociales. En el curso de ese tiempo, sin embargo, así hayan sido reducidos a su mínima expresión, el son y el fandango resistieron. Y resistieron ahí: en la vida cotidiana, en el simple acto de tomar una jarana y recrear un son, de organizar un fandango la noche de sábado.