La embriaguez expresa, en su sentido más apretado -de la familia de la prensa, de la presión- el jugo que se comunica de los licores absorbidos. Extrae, exuda, destila, es decir, concentra, calienta, evapora y sublima. Lo sublimado es el espíritu, lo impalpable, lo inmaterial. Es inspiración, es soplo, es fuera de lugar y tiempo, presente concentrado en sí y que llamamos presencia de espíritu: toque vivo instantáneo de una verdad revelada. La embriaguez revela, es decir, se revela, a si misma, y no revela un secreto. Se revela como impulso y vuelo del espíritu: entusiasmo, entrada en la morada de los dioses, desborde del saber, derrame de gracia. La embriaguez es condición del espíritu, hace sentir su carácter absoluto, es decir, su separación de todo lo que no es espíritu (todo lo que es condicionado, determinado, relativo, encadenado). La embriaguez misma es la absolutización, el desencadenamiento, la ascensión libre hacia el afuera del mundo. Es el goce: la identidad en el abandonarse al empuje que desata lo idéntico, el cuerpo resumido a su espasmo, a un suspiro o un grito arrancados, exclamación entre lágrima y lava.