No vivimos únicamente tiempos de explotación sino, sobre todo, tiempos de expropiación. Hemos cambiado de época, una cultura práctica de la vida en común ha sido destruida. Esa expropiación se sostiene hoy en nombre de la racionalización, de la optimización del tiempo, de las necesidades de control y de una concepción mutilada de la ciencia: no somos impotentes, nos han reducido a la impotencia.
La explosión de las desigualdades sociales y las alteraciones climáticas no reconocen dos de sus causas fundamentales: el crecimiento y la competitividad de la economía como objetivos fundamentales. Uno de los argumentos más utilizados para sostener el statu quo es el que afirma que la gente sólo quiere sacar ventaja en lo que le conviene porque es egoísta y ciega ante la crisis. Ahora bien, no podemos saber de lo que la gente es capaz, dado que somos el producto de una operación de destrucción sistemática de nuestra capacidad de actuar y de pensar, es decir de plantear los problemas que nos incumben colectivamente.
Algunos consideran que la Tierra es un recurso a explotar, otros que hay que protegerla, pero hasta ahora no se la ha considerado como un poder capaz de destruirnos en el corto plazo. Necesitamos aprender lo que desaprendimos y que esta situación inédita produzca igualdad, que reúna a todos los afectados y los habilite a hacer valer sus experiencias y saberes. Debemos recuperar el poder delegado en los expertos, romper la sensación de impotencia e inventar nuevos dispositivos que nos permitan imaginar una nueva idea de progreso.