Hace veinte años el sida puso en peligro la supervivencia de todo un continente ante la indiferencia de las grandes instituciones internacionales. Desde 1996 existían tratamientos contra el sida en Occidente, y los pacientes sobrevivían y gozaban de un buen estado de salud. Sin embargo, África, que contaba sus enfermos por millones y no por miles como en los países ricos, veía cómo se le negaba el acceso a las terapias. ¿Por qué aquella doble vara de medir? Se decía que los africanos no eran capaces de tomar regularmente las medicinas; se consideraban ineficaces los frágiles sistemas sanitarios africanos; y los caros fármacos antirretrovirales contra el sida, que en Occidente salvaban vidas, eran vistos como un lujo (aun así, para proteger los intereses de las multinacionales farmacéuticas, no se planteó recurrir a los fármacos genéricos equivalentes, de bajo coste). En resumen, reinaba el afropesimismo: tratar a los enfermos de sida en la zona subsahariana se consideraba una pérdida de tiempo y de dinero. Mientras tanto, la edad media disminuía y las economías se desplomaban.
A pesar de los esfuerzos de figuras como Kofi Annan, Stephen Lewis, Jeffrey Sachs y de muchos médicos y voluntarios sobre el terreno, la vía terapéutica tardó en aprobarse. El acceso universal a las terapias no se acordó a nivel internacional hasta 2015. La historia de cómo se cambió de rumbo para salvar al mayor número de vidas posible es una lección ejemplar que nos puede ayudar a afrontar mejor el presente.