La voz que emerge en Los detalles del mundo habla sobre un promontorio suave y rotundo: la madurez. No se trata de una cierta edad, tal vez sea un estado sin tiempo que se parece a una cima desde la cual se otea en varias direcciones, lugares y edades. La mirada se detiene en mínimos detalles, pausada y honda; en una plenitud de los sentidos que permiten captar la profundidad y la tajante realidad de los cuerpos. Se rodea aquí la densidad de la experiencia. El mundo está allí, nos toca, nos hiere, lo contemplamos con una sensación de lejanía que es también un estado pasajero. Atraídas por la sensualidad de las sombras, por su misterio, las palabras persiguen lo posible; en lo oscuro se prepara algo hasta que llega la cruda ostentación de la luz. Entonces se rompe el encantamiento; la mirada vuelve a ser conciencia sobre las cosas que lucen/brillan exhibiendo una falsa quietud. Se ama el error, lo que viene, la fisura, fractura que rompe la ensoñación. El poema es también un animal en este bosque de sentido: se guarda, se siembra, se esconde porque -como nosotros- presiente su fragilidad. La muerte aquí no es amenazante, duerme tibia en el paraíso, es tan cierta como el oleaje o los árboles que se cierran en apretada complicidad. Arrastramos esta conciencia del fin, pero no se teme: todas estas fragancias permiten entender y amar. Hacer cumbre -dicen los montañeros- tener la ilusión de acercarse a la plenitud. ROSABETTY MUÑOZ