A diferencia de la razón teórica, que se impone a la realidad por intimidación, haciéndola encajar en las estructuras con las que juzga, la poesía como dice María Zambrano no se busca ni se puede aprender, sólo se encuentra. Llega sin previo aviso e inunda la conciencia toda bajo la forma de una voz reiterativa, igual que los compases de una música. Por eso, es un arte perteneciente al género de la escucha, incapaz de falsear el mundo sino sólo de expresar su verdad con transparencia e inmediatez, si bien desde el Aleph de una perspectiva individual, inevitablemente sesgada por el sentimiento, que distingue a ese punto de recepción de todos los demás. Quizás por estar asociada a lo emotivo, a las pasiones y a un inevitable espíritu de subversión, la sociedad exige a la poesía juventud, supone que la Musa recluta para su causa a los más jóvenes, tomando como ejemplo a los románticos y a la figura del poeta niño, encarnada magistralmente por Rimbaud, y de esta manera cree neutralizar su potencial perturbador. Pero todos sabemos que la lírica ha dado hermosos frutos de madurez, que poseen la sabiduría incontestable de la experiencia, desde esa Safo ya anciana, que se queja de la atrofia de unas rodillas que no la dejan bailar, hasta Szymborska, que escribe después de vivir la catástrofe del holocausto y más de medio siglo de crímenes, guerras y atentados. Bajo el resplandor crepuscular pertenece a esta última clase de poesía, la que expone sin defensa la herida que somos tras haber experimentado de mil maneras la voluntad personal y social de ocultarla. Lo hace con la conciencia de esgrimir una voz plural que representa a otros, a veces irónica y siempre crítica, para atisbar al final un rayo de esperanza.