Oscar Wilde (1854-1900) debió enfrentar tres procesos judiciales vinculados con su homosexualidad y dos años en prisión para escribir su obra más íntima: De profundis (1905). El escritor irlandés emprendió tales procesos como una cruzada contra el mal gusto, y sus refinados alegatos, contra el que consideraba el único crimen posible: la estupidez. Pero, cada vez más débil, debió enfrentar veinticinco acusaciones de indecencia que, salvo por una, terminaron condenándolo. Se había sentenciado a un hombre, pero también a una doctrina: la del arte por el arte, que murió junto con Wilde y, vaya ironía, junto con la Reina Victoria apenas iniciado el siglo XX. Escrito en la cárcel de Reading a su amante e hijo del marqués de Queensberry, lord Alfred Douglas, De profundis es un tratado de reconversión. Si bien resulta un texto de carácter privado, que oscila entre la resignación católica, el reproche amoroso y la dignidad del sufrimiento, puede ser leído como las cartas a un joven esteta. En las últimas líneas, Wilde apunta: no olvides en qué terrible escuela hago mi aprendizaje. E incompleto e imperfecto como soy, de mí todavía tienes mucho que ganar. Viniste a mí para aprender los placeres vitales y los placeres artísticos. Quizá me fue dado enseñarte algo mucho más maravilloso, el significado del dolor y su belleza.