Bien mirado, todo pájaro es una máquina monstruosa. Todo pájaro, incluso uno tan etéreo como el colibrí, tiene un costado oscuro, un perfil secreto que raras veces se muestra, ni siquiera a la vista de los más duchos cazadores ornitológicos. Al menos, el picaflor que revolotea entre estas páginas tiene esa rara cualidad: es tan real que parece no existir, tan hermoso que da miedo. Como un sátiro, o mejor aún: como un ready made surrealista que hubiera logrado fundir la succión de flores con la caballería área.
Por momentos, este picaflor parece pintado por la mano tersa de un calígrafo chino. Y en otros, nos recuerda a esas marionetas diabólicas que atormentan a los niños en la célebre película de Hitchock. Como sea, este libro ha sido escrito in illo tempore, en un espacio completamente mítico, la infancia, donde nombrar el mal y tutearse con la naturaleza no son dos operaciones que se contradigan.
Salvo Marta Riquelme, la doncella cautiva que canta sus penas metamorfoseada en un pájaro quichua en el cuento de Hudson y que tiene esa extraña y kafkiana segunda vida como escritora de memorias en la nouvelle homónima de Martínez Estrada no debe de haber otra mujer en la literatura argentina que pueda, como Carmen Iriondo, conjugar los dones misteriosos de la tierra con los secretos de la novela familiar. Sin duda, Llamando al picaflor por el nombre de pila es un libro feliz e intensamente pagano, donde no hay dioses falsos, donde el amor es todavía posible y donde cantan hasta los cardos.