Nick Lansing y Susy Branch son jóvenes, atractivos, brillantes: pagan «buenas cenas solo con buenos modales». Nick malvive de un menguante patrimonio familiar y de escribir artículos para una enciclopedia, aunque su ambición es ser novelista. Susy, hija de un padre derrochador ya fallecido, lleva desde los diecisiete años sabiendo «arreglárselas», y viviendo de prestado en las múltiples casas, en Nueva York y en Europa, de sus amigas millonarias. Ninguno de los dos tiene un centavo pero están enamorados y deciden casarse, con la condición de que se separarán amistosamente si en un futuro alguno de ellos encuentra «un partido mejor». Empiezan a celebrar su moderno pacto con una luna de miel en la villa que les deja un amigo en el lago de Como. No tardan, sin embargo, en surgir conflictos de «sensibilidad moral»: ¿se puede ser un parásito de una manera más lícita que otra? ¿Hay límites? ¿La moralidad puede ser sinónimo de arrogancia? ¿Hay vida y amor más allá del dinero y el lujo?
Los reflejos de la luna (1922), publicada dos años después de que Edith Wharton ganara el Premio Pulitzer por La edad de la inocencia, plantea estos dilemas a través de una agitada trama de intrigas, humillaciones y malentendidos. Los personajes se verán envueltos en una comedia de enredo pero sin risas: la autora no se burla de ellos, pero los somete con exquisito rigor a dolorosos apuros, a las patéticas tribulaciones del no saber. Y el centro es siempre el temor a la soledad. Wharton aúna en esta novela su característica ironía y su talento para la crónica social de un modo realmente imponente. De ella Allan Dwan hizo en 1923 una adaptación cinematográfica, hoy perdida, en cuyo guión participó Francis Scott Fitzgerald.