Después de dudar, me pide que comience describiendo su foto preferida, en la que está en bikini con un arenque en las manos, simulando que le da un beso. Su vientre es plano, aún no pasó por los embarazos. Sus ojos reflejan el brillo del agua del río Prípiat mientras su primo le toma la foto. Faltan diez años para que la central nuclear de Chernóbil explote. No sabe que su primo entrará a apagar el reactor. Tampoco sabe que no volverá a sumergirse en ese río y que el pueblo donde nació se convertirá en un lugar deshabitado.
Miramos en silencio la foto que sacó del cajón. Mamá sonríe, pero es una sonrisa que podría confundirse con la mueca que hacemos antes de llorar.
A los treinta y seis años, tras haberlo dejado con su pareja, Natalia regresa a casa de su madre, en Buenos Aires, y así emprende un viaje hacia un pasado entre dos mundos: el de su país de origen, Bielorrusia, en el que la autora nació pocos meses después de la explosión de la central nuclear de Chernóbil, en un momento de caos, pobreza y miseria, y el del país de acogida, Argentina, adonde la familia de Natalia emigró en 1996 en busca de un futuro mejor, pero que se reveló menos acogedora de lo previsto. Mientras Natalia deshace el tejido de su infancia, los recuerdos empiezan a aflorar; y donde la memoria no llega, la imaginación se encarga de llenar los vacíos de la historia familiar mediante un diálogo imaginario con su abuela materna, Catalina, a la que nunca llegó a conocer.
En esta ópera prima delicada y contundente, de desarraigo y memoria, Natalia Litvinova recupera el relato oral de las mujeres de su familia en un mundo inhóspito en el que la historia parece estar a punto de acabarse, y aborda la identidad, los lazos familiares y la experiencia privada en un memoir lleno de poesía y sinceridad, que es también un ajuste de cuentas con un pasado marcado por la migración y la necesidad de sobrevivir a un mundo en disolución.